Tenía veintitrés años
pero parecía de más. Estaba recién graduada de la universidad y mis noches se
habían convertido en un abismo de tiempo libre que me parecía mágico. Tomaba
clases de salsa, salía de copas y solía usar tacones debajo de unos jeans
acampanados que me hicieran lucir al menos cinco centrímetros más alta.
Escribía para un
periódico nacional y me gustaba hablar de política. Estaba nerviosa. En el
fondo, sospechaba que esa reunión me cambiaría la vida. El año acababa de
empezar y hacía frío, o ese clima que en centroamerica nos exige llevar suéter.
Eran las 6:30 de la tarde cuando llegué al lugar acordado: un café de esos que
los anticapitalistas detestan porque hacen que los pequeños negocios quiebren y
estupideces por el estilo. La nuestra era una reunión de capitalistas.
Lo vi entrar a ese
café usando jeans, zapatillas deportivas y unos lentes cuadrados con un marco
negro que no disimulaban sus cejas gruesas ni sus ojos tristones. Era pequeño,
delgado, incluso feo. Conversamos durante algunos minutos mientras fui
conociendo a un grupo muy simpático de personas que después de un tiempo se
convertirían en mis mejores amigos.
Eran cuatro chicos,
una chica y yo. Ese fue el primer incentivo para quedarme, durante toda mi vida
había estudiado en un colegio católico para mujeres y luego estudié publicidad,
un negocio dominado por faldas, maquillaje y cabelleras de peluquería. Estar
rodeada de hombres era particularmente atractivo para mí.
Él hablaba mucho,
hacía chistes, era simpático y no era difícil intuir que tenía un puesto de
liderazgo en el grupo. Con cada comentario que hacía, me daba cuenta que usaba
una técnica que me resultó atractiva: era el alma de la fiesta y el cerebro de
la reunión.
Me senté a su lado
pretendiendo que tenía frío y que esa silla, estaba protegida del helado viento
veraniego. Entre risas y comentarios inteligentes terminé sintiéndome como en
casa en ese ameno grupito de intelectuales de café que necesitaban poner en
marcha un sitio web lo más pronto posible. Al final de la velada, él tenía mi
teléfono y yo me sentía parte de un grupo de nerds interesantes.
"Yo también te
extraño" me escribió por el celular en cuanto llegué a mi casa.
Inmediátamente después, una disculpa se dibujó en la pantalla; yo contesté con
un "jaja, no hay problema" que dio paso a una suerte de conversación
que me pareció simpática e inocente. Pasa que yo lo encuentro todo simpático e
inocente, incluyéndolo a él.
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