domingo, 3 de noviembre de 2013

23

Tenía veintitrés años pero parecía de más. Estaba recién graduada de la universidad y mis noches se habían convertido en un abismo de tiempo libre que me parecía mágico. Tomaba clases de salsa, salía de copas y solía usar tacones debajo de unos jeans acampanados que me hicieran lucir al menos cinco centrímetros más alta.

Escribía para un periódico nacional y me gustaba hablar de política. Estaba nerviosa. En el fondo, sospechaba que esa reunión me cambiaría la vida. El año acababa de empezar y hacía frío, o ese clima que en centroamerica nos exige llevar suéter. Eran las 6:30 de la tarde cuando llegué al lugar acordado: un café de esos que los anticapitalistas detestan porque hacen que los pequeños negocios quiebren y estupideces por el estilo. La nuestra era una reunión de capitalistas.

Lo vi entrar a ese café usando jeans, zapatillas deportivas y unos lentes cuadrados con un marco negro que no disimulaban sus cejas gruesas ni sus ojos tristones. Era pequeño, delgado, incluso feo. Conversamos durante algunos minutos mientras fui conociendo a un grupo muy simpático de personas que después de un tiempo se convertirían en mis mejores amigos.

Eran cuatro chicos, una chica y yo. Ese fue el primer incentivo para quedarme, durante toda mi vida había estudiado en un colegio católico para mujeres y luego estudié publicidad, un negocio dominado por faldas, maquillaje y cabelleras de peluquería. Estar rodeada de hombres era particularmente atractivo para mí.

Él hablaba mucho, hacía chistes, era simpático y no era difícil intuir que tenía un puesto de liderazgo en el grupo. Con cada comentario que hacía, me daba cuenta que usaba una técnica que me resultó atractiva: era el alma de la fiesta y el cerebro de la reunión.

Me senté a su lado pretendiendo que tenía frío y que esa silla, estaba protegida del helado viento veraniego. Entre risas y comentarios inteligentes terminé sintiéndome como en casa en ese ameno grupito de intelectuales de café que necesitaban poner en marcha un sitio web lo más pronto posible. Al final de la velada, él tenía mi teléfono y yo me sentía parte de un grupo de nerds interesantes.


"Yo también te extraño" me escribió por el celular en cuanto llegué a mi casa. Inmediátamente después, una disculpa se dibujó en la pantalla; yo contesté con un "jaja, no hay problema" que dio paso a una suerte de conversación que me pareció simpática e inocente. Pasa que yo lo encuentro todo simpático e inocente, incluyéndolo a él.

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