Yo estaba acostumbrada a ser mal tercio. No tenía novio, no
había tenido novio desde hacía ya demasiado tiempo. Cuando me invitaban a algo,
cualquier cosa, yo cumplía el papel de soltera. Llegaba, socializaba y bailaba
sola, para no interrumpir la química de los no solteros.
Estaba yo cumpliendo mi papel de soltera que baila sola en
una fiesta de año nuevo cuando apareció este personaje preguntando “¿bailamos?”.
Yo ví a mi alrededor mientras sonaba alguna canción entretenida y me aseguré si
era a mí a quien estaba dirigiéndose.
Aunque yo no era la única soltera bailando sola, él seguía
parado frente a mí, sin mucha expresión en el rostro y una apariencia
extrañamente impecable para lo avanzada que estaba la noche y la cantidad de
alcohol disponible. Ante mi falta de respuesta y el volumen de la música,
volvió a preguntar “¿bailamos?”. Definitivamente se estaba dirigiendo a mí. Yo
tenía un vaso de Vodkatonic a punto de terminarse en una mano, cuando ví las
suyas me dí cuenta que no sostenía ninguna bebida. Estaba sobrio. Yo seguía sin
responder.
Mi amiga no soltera, al ver la escena del hombre impecable
sin mucha expresión parado frente a mí, combinado con mi aparente desconcierto,
me gritó al oído: “¿Quieres bailar con él o le digo que se vaya?”. Yo le grité “No
hay problema” como respuesta. Al menos no bailaría sola.
“Bueno” le dije sin mucha emoción al hombre que se había
parado pacientemente frente a mí desde hace algunos minutos. Entre canciones y
otro Vodcatonic, confirmé que estaba sobrio, que no podía tomar porque en cuatro
horas más entraría a hacer turno en la marina, lo que al mismo tiempo explicaba
por qué lucía tan impecable a las 4 am. Era viñamarino y trabajaba en Valparaíso.
Cuando me preguntó cómo me llamaba, contesté “Margarita”. No me llamo Margarita.
A mí no me gusta confundir los encuentros de bar con la luz del día.
Ese día fue inevitable. Bailamos y bailando me di cuenta que
los marinos no se despeinan, tienen seis cuadritos en el abdomen y los brazos
fuertes. El sol salió a eso de las cinco y treinta de la mañana y yo me quedé
con él y su six pack hasta las siete, violando mis propias reglas. Antes de
despedirnos, me pidió un número y yo le dí mi verdadero nombre. Asumí que jamás
lo volvería a ver.
Un mes después, cenamos en Santiago, paseamos por Isidora
Goyenechea y casi nos revolcamos en mi apartamento. Él habló de barcos y de historia
chilena; yo, de casi nada. Lo escuchaba, buscando esa sensación en la panza que
lo hace a uno confirmar que alguien le gusta. Me di cuenta que era flaco, que
tenía los ojos inmensos y el cuello largo. Se distraía fácilmente cuando no era
él quien hablaba y le gustaba ver películas animadas.
Encontré dulce su gesto de manejar hasta Santiago para verme
ese sábado. Y al mismo tiempo, concluí que no quería nada con él. Todavía me
escribe de vez en cuando. Yo aún bailo sola, sigo esperando las mariposas.